La niña en el balcón

Una vez más salí a fumar en el rincón alto del apartamento.  Aquel balcón era mi pequeño sitio de escape, donde todo mi estrés se esfumaba por completo, a la par de mi cigarrillo.  Era la mejor terapia para mí.  Aunque no gozaba de gran privacidad puesto que podía ver los apartamentos de al frente.  Todos eran exactamente iguales, los mismos colores, los mismos ventanales, los mismos balcones.  Lo único diferente eran sus habitantes.  Cuantas cosas podrían estar sucediendo dentro de esos apartamentos:  Parejas de amantes en lo suyo, familias cenando, niños estudiando con su madre, jóvenes navegando en internet con el temor de ser pillados, personas tomando una ducha, esposas solitarias… Y podría continuar con toda una lista diversas de situaciones, pero lo que más llamaba mi atención dentro de todo este matiz viviente, era un acontecimiento que se repetía constantemente, lucía casi como una fotografía:  Una pequeña niña asomada en el balcón, de cabello rubio largo y cerquillo;  que miraba con un detenimiento increíble hacia el horizonte.   Al verla me preguntaba si era hija única, porque nunca la veía con otros niños alrededor.  Incluso pensé que era un poco peligroso para ella estar asomada en el balcón, sin la supervisión de un adulto  -aunque las rejas del balcón eran estrechas y mucho más altas que ella-

Sumido en mis pensamientos, olvidé completamente a la pequeña y continué disfrutando de mi cigarrillo.  Ya cayendo la tarde me retiré de mi agradable tertulia vespertina.  Siempre que me disponía a salir al balcón, la pequeña de al frente ya se encontraba asomada; viendo fijamente el horizonte.  Aquella tarde el viento levantaba suavemente su cabello y parte de su vestido blanco de arandelas.  Cuando comencé a pensar en los atuendos de la niña, recordé que eran como los apartamentos que la enmarcaban a ella:  Iguales.  Cuestión que no llamó para nada mi atención, puesto que muchos niños tienen cosas favoritas y no las cambian por nada.  Cosas como juguetes, cuentos, programas de televisión, comida y hasta ropa.  En mi cabeza pensé que éste era el caso.  Simplemente para ella ese vestido blanco era su preferido.

Aquella madrugada,  el caminar del reloj de pared en la habitación se hizo más perceptible que ningún otra mañana; su sonido me fastidió hasta obligarme a salir de ahí.  Me dirigí a la cocina por un vaso de agua y por alguna razón sentí ganas de salir un rato al balcón, esta vez sin la compañía entrañable de mi fiel cigarrillo -que descaro de mi parte fumar tan temprano, pensé  -de hecho estaba tratando de dejarlo-  Grande fue mi sorpresa al ver a la niña en el balcón.  Será que no podía dormir como yo?  Me pregunté.  O tal vez decidió levantarse más temprano para ir a la escuela.  Y aunque no me lo crean, ella tenía el mismo vestido blanco de arandelas de siempre.  Pobre la madre que tenía el compromiso de lavárselo prácticamente todos los días, para que su engreída hija lo pudiera usar.  Por eso es que todos los niños son tan malcriados en estos tiempos, hacen lo que se les da la gana y los padres lo único que hacen es complacerlos en todo.  En mi época les hubieran dado duro.  “A punta de palo se corrige todo”  decía mi padre.  Pero ahora con esta llamada sicología moderna estamos fregados!  Arturo se llenó de coraje pensando en voz alta.

Esa mañana se vio arruinada por culpa de la mocosa malcriada de al frente, que sin duda  manipulaba a los padres a su antojo.  Arturo se dispuso a alistarse para comenzar con sus labores del día.

Reparando la ventana del apartamento, Arturo se encontraba parado incómodamente en el último escalón de la escalera cuando viendo hacia afuera divisó a lo lejos a la niña en el balcón.  Le llamó la atención porque fue durante horas de escuela.  Seguro no se sintió bien y sus padres no la mandaron a clases o simplemente no se le dió la gana de ir.  Pensó Arturo.

Ese día el hombre se quedó hasta casi las tres de la mañana pintando parte de la sala y tenía una tentación increíble por asomarse a la ventana para ver a “la niña  en el balcón”  Pero el sabía que ella no iba a estar ahí asomada, era imposible a esa hora tan inusual.  Pero grande fue su sorpresa al descubrir lo contrario, la muchachita se encontraba parada en el balcón como si nada, mirando fijamente el horizonte.  Para Arturo esta situación ya empezaba a tornarse extraña y hasta asustante.  Es imposible, pero seguramente como está acostumbrada a hacer lo que se le da la gana, salió al balcón y ya!  Se hablaba Arturo así mismo tratando de interpretar lógicamente la situación.  Dormido por el cansancio y por el debate creado en su cabeza, pudo recuperar horas de sueño.  Apenas se despertó, corrió a ver a esta chiquilla de nuevo y efectivamente ahí se encontraba, en la misma posición, con el mismo vestido y con la misma expresión.

En esta ocasión la lógica de Arturo le dictó otra hipótesis:  Será que esta niña es una de tantos niños que son abusados por sus padres?  Será que ellos ni siquiera la dejan entrar al apartamento y es su manera de castigarla durante horas?  A la pobre la tienen tan descuidada,  que por eso no le han cambiado la ropa en semanas.  Capaz que estos infelices padres ni siquiera le dan de comer.  Por eso es que la niña tiene esa mirada como ida; a ella ni siquiera le importa vivir. Cómo alguien con tan pocos años de vida puede tener esa actitud tan apesadumbrada?

Una incertidumbre tremenda empezó a apoderarse de Arturo.  El tenía que hacer algo por esta pequeña, porque lo que estaban haciendo con ella era una horrible injusticia y el definitivamente no lo iba a permitir.   Arturo se alistó para salir del apartamento y hablar personalmente con los padres de esta inocente víctima, pero desgraciadamente la puerta se trancó.   Arturo no la podía abrir.  Las llaves que cargaba no le funcionaban.  Desesperado trató de abrir la bendita puerta a los golpes,  pero sus intentos fueron en vano.

Al querer llamar a la policía para denunciar los hechos suscitados con la niña, en su exasperación no encontraba el teléfono.  Era como si nada estuviera en su lugar.  Como si el se encontrara en un lugar completamente ajeno. Cuando miró a su alrededor notó que la decoración ni siquiera era de su autoría.  Corrió al balcón para tratar de hacerle señas a la niña, para decirle que el iba en su ayuda, que todo iba a estar bien, que no se preocupara, pero no fue posible porque tampoco podía abrir la puerta del balcón.  Así como ninguna de las ventanas del apartamento.  Las miles de señas que el le hacía a la niña a través de la ventana,  no eran suficientes para llamar su atención.  Arturo no tenía como salir de ahí, el confortable apartamento ahora se había convertido en una aterradora prisión.

El cayó de rodillas y comenzó a gritar y a gritar lamentándose por su impotencia.  Clamaba por ayuda reiteradamente pero ésta nunca llegó.

Arturo era el hombre de mantenimiento en este conjunto de apartamentos ubicado en el suroeste de la ciudad.  Era el mejor en su oficio.  Por el abuso del cigarrillo y su forma desordenada de vivir la muerte lo sorprendió mientras se encontraba plácidamente fumando su último cigarrillo.  Lo encontraron sentado en el balcón de uno de los apartamentos al que estaba haciéndole algunas reparaciones.  A raíz de su muerte, los dueños de dicho apartamento decidieron desocuparlo y desde entonces se encuentra clausurado.  Nadie ha entrado allí por años.  Los vecinos aseguran oír ciertos sonidos extraños provenientes de este apartamento y en las madrugadas especialmente,  se escuchan lamentos y quejidos escalofriantes de un hombre.

La niña en el balcón?  Efectivamente era una muchachita malcriada que hacía lo que se le daba la gana.  Sus padres junto con ella se mudaron semanas después del infortunado deceso del hombre de mantenimiento.

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Caminando hacia el bar

Su vida era común y corriente.  No era alguien que sobresalía en su labor ni tampoco en los hobbies que solía practicar, pero el tenía a alguien especial.  Una preciosa mujer de cabello largo y de pronunciadas curvas, que siempre estaba cuando el la necesitaba.  El tenía largas pláticas con ella.  Nadie tenía la capacidad de comprender a Emiro como lo hacía ella.  Era increíble pensar que esta mujer nunca se ponía de mal genio y mucho menos lo contradecía.  Era la compañera que cualquier hombre pudiera desear.  No era la típica y molesta esposa que siempre estaba lista para “cantaletear” por todo, hasta por la más mínima tontería.

Aquella tarde Emiro regresó a su casa bastante afligido por serios problemas que se habían presentado en su lugar de trabajo.  Al parecer las cosas no habían resultado como esperaban y tuvo tremendo altercado con su jefe inmediato.  La discusión se tornó fuerte.  El estaba tratando de defender su punto, pero su jefe lo anuló con aquella frase que el tanto detestaba:  ” Ni siquiera vales lo que se te paga”  Mejor tómate el resto de la tarde antes que…   Su voz se perdió cuando el palurdo sujeto se retiro de la oficina de Emiro haciendo resonar la desvencijada puerta, ante los ojos entrometidos de los otros empleados.

El camino a casa le sirvió para calmarse un poco y con la compañía de su querida Lisa las cosas cambiaron.  Cuando Emiro le comentó del problema, se sintió menos perturbado, ella era como un alivio para todas sus preocupaciones.  Era esa pequeña luz que siempre estaba encendida en medio de la oscuridad.  Qué haría sin tí mi amada Lisa?  Le dijo Emiro mirándola enamorado.

Su relación era bastante significativa, especialmente para Emiro; quien era una persona reservada y no podía entablar relaciones fácilmente.  Peor aún tratándose de una relación afectiva.

Esa noche Emiro no podía conciliar el sueño.  Sabía que Lisa estaba al lado de él pero no quería molestarla.  Decidió vestirse e ir a tomar un par de cervezas en el bar que estaba a unas cuantas cuadras de casa.  Lisa lo acompañó sin siquiera titubear.  Que mujer “incondicional” pensaba Emiro.  Que suerte la mía al tenerla.

Caminando hacia el bar, Emiro le contaba como se sentía por todo lo sucedido y esa noche con cerveza en mano, le confesó a Lisa lo miserable que se encontraba:  “Mira, desde muy pequeño mi padre siempre me repetía que yo era un total fracasado.  Que nunca iba a ser nadie en la vida, y si algún día alguien me daba un trabajo, ni siquiera iba a valer el sueldo que me pagaran”  -como si su jefe lo hubiera sabido-

Esa fue solo la primera parte de la confesión con su compañera.  El nunca había hablado con nadie de esto, pero Lisa era diferente.  Emiro sabía que ella nunca iba a reprocharle nada, ni tampoco iba a usar sus miedos como arma de discusión en futuros altercados de pareja.  Aunque Lisa era tan dulce que una pelea con ella, era inverosímil.

A pesar de su rudo aspecto, sus brazos y pectorales pronunciados por el excesivo ejercicio que hacía y su rústica barba pintada con unas cuantas canas; Emiro aquella noche en el bar, lucía indefenso.  El par de argollas que cargaba y la gruesa cadena que colgaba de su cuello, no alcanzaban a esconder su vulnerabilidad.

Cuando Emiro terminó de hablar sobre todos los traumas vividos en el pasado -con un padre completamente abusador y la ausencia total de una madre alcohólica- volteó a mirar a su amada Lisa y ella seguía ahí al lado de él sonriendo como si nada.  Era como si todo lo que Emiro estuvo contándole casi hasta la madrugada,  fuese irrelevante.  Lisa continuaba con su cuerpo y cabello perfecto y con esa sonrisa que Emiro estaba empezando a odiar.

Lisa, su inseparable compañera, esa mujer perfecta que era quien le había dado sentido a la vida de Emiro; estaba absolutamente ajena al sufrimiento de este hombre.  El le reclamó por su indiferencia y ella continuaba sonriendo.  Emiro ya gritándole desesperado por su impasibilidad, no consiguió respuesta alguna por parte de ella. El no soportó el cinísmo de Lisa y sin pensarlo dos veces, decidió cortar para siempre con ella.  Aunque estaba plenamente consciente que le iba a doler hasta el fondo de su misma alma.

Emiro otra vez estaba solo. Regresó con mucha dificultad a casa, el dolor que lo embargaba era insoportable.  Abrir el portón de entrada fue una pesadilla, era mucho más difícil hacerlo con una sola mano.

Al día siguiente el lugar estaba lleno de policías y curiosos, Emiro no había podido entrar a su casa, murió desangrado.  Un par de cuadras atrás había dejado a Lisa tirada en el suelo, tatuada en su brazo.

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El reflejo

Estaba recostada en su habitación leyendo una revista.  Trataba de relajarse un poco después de una pesada jornada de trabajo.  Con varios cojines detrás de su espalda,  había encontrado la posición perfecta para relajar su cuerpo.  La televisión frente a ella, que estaba en la moderna cómoda color ocre, se encontraba apagada.

Inmersa en la lectura de un interesante artículo, tomó un refrescante sorbo de limonada imperial, que ella había preparado minutos antes.  Los hielos sonaban al chocarse unos con otros, logrando una eufonía impecable con el mecer suave de la bebida, dentro del vaso alto de cristal de murano.  Qué delicia! Exclamó Sara al tomar por segunda vez su limonada.

Continúo la lectura en medio de un reconfortante silencio, sin embargo algo dentro de la habitación empezó a inquietar a Sara.  Tenía esa extraña sensación de no estar sola en la habitación, como si alguien o “algo” la estuviera observando.  Pensó en su ex-marido, que era un completo loco de atar.  Quería controlar cada paso que ella daba.   Su vida al lado de él fue realmente asfixiante.  Qué bueno que me libre de Paco, es que todavía no puedo creer que llegó al extremo de contratar un investigador privado para mantenerme vigilada las 24 horas del día y hasta en mi propia casa!  -recordó Sara en voz alta-

Será que este hombre puso cámaras aquí en mi casa? Y se levantó a buscarlas ofuzcadamente en cada rincón de la habitación, pero después de unos minutos se calmó, porque se dio cuenta que estaba exagerando.  Aunque ella sabía como era Paco y la verdad se podía esperar cualquier cosa de él.

Después de este pequeño receso no planeado, Sara retomó la lectura de su revista, pero ya no fue lo mismo, ni siquiera pudo acomodar los cojines como lo había hecho hace un rato.  Al querer terminar su limonada, los hielos se habían derretido por completo, tornando su bebida insípida -tal y como era su vida actualmente-  Afuera empezó el vecino a cortar el césped y el bullicio de su molesta máquina podadora terminó de arruinarlo todo.

Sara dejó la revista a un lado de la cama y trató de acomodar los cojines una vez más buscando la posición ideal para descansar, cuando aquella mirada que la acechaba la hizo estremecer, poniendo su piel de gallina.  No era simplemente el hecho de que la estaban observando (como ya lo había experimentado antes con el investigador privado que Paco había contratado) era algo más.

El evento carente de explicación acentuó la zozobra de Sara.  Sentándose un poco más recta en la cama, sin planearlo, enfocó su mirada hacia la pantalla de TV donde ella se veía reflejada y con terror descubrió que tenía compañía.  Alguien se encontraba al lado de ella, pero ese “alguien” estaba completamente desfigurado.  El pánico se apoderó de Sara.   Cuando volteó a mirar rápidamente esta especie de “ser” a su lado, no había nadie.  Nuevamente volteó a ver la pantalla y “eso” continuaba ahí, pero mucho más cerca a ella y cuando miró a su costado, no estaba.  Era como si sólo lo pudiera visualizar en el reflejo del televisor.

Sus piernas y brazos no respondían a ningún movimiento y su voz simplemente se desvaneció.  Nadie podía socorrerla, ni siquiera su hermano mellizo que era bombero y cuya estación estaba ubicada a sólo un par de cuadras de ahí.

Por el agotamiento físico y por el severo desgaste emocional, Sara se quedó profundamente dormida.  Al día siguiente abrió sus ojos y lo primero que vio fue el vaso de limonada a medio tomar que se encontraba en su mesa de noche, con un desagradable charco de agua alrededor -producto de la condensación-  Los cojines continuaban en el mismo sitio donde los dejó y por encontrarse un poco aturdida aún, no recordaba lo que había sucedido.

Cuando vio su imagen reflejada en el televisor, recordó la horrible pesadilla que había vivido la tarde anterior, pero gracias a Dios esta vez no vio nada anormal a su lado.

Nadie sabe si este singular evento se volvió a repetir en la vida de Sara, tal vez esa fue su última experiencia con lo desconocido.  Pero donde termina una historia comienza otra.

Entonces, te animas a ver tu reflejo en el televisor?

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Charlie

Se sentía atemorizado al ver esos grandes ojos azules.  No era por ese brillo intenso, sino por la expresión que fríamente emitían.  Al perderse entre su mirada  podías palpar claramente la maldad viva, cuyo parpadear bruscamente te despertaba de su hechizo.  Una influencia casi maligna estaba a flor de piel y la podías sentir a través de esos ojos.  Esta malicia no iba a desaparecer con su dulce pero manipuladora sonrisa.

Pero qué estoy diciendo??  Dios mío, que es lo qué me pasa?  Pero si estoy hablando de mi propio hijo!  Exclamó este confundido padre al observar con remordimiento a su pequeño Charlie comiendo en su sillita con el babero de osito, cuyos colores brillantes estaban escondidos bajo unas cuantas manchas de puré de frutas.

Por alguna razón este hombre no quería quedarse a solas con su pequeño.  Su madre era una mujer tremendamente exitosa en su labor -la abogada más reconocida de la ciudad- así que era él quien tenía que hacerse cargo de su hijo Charlie.  La pareja antes de casarse hizo un convenio: Nunca dejar a sus hijos en manos de extraños y más aún a esa temprana edad.

El salario de su esposa cubría todos los gastos de la familia holgadamente y al papá de Charlie no le incomodaba que los papeles en casa hayan sido cambiados.  Podían darse sus gustos, como la compra de esa preciosa casa frente a la playa donde iban a pasar juntos el verano.  Pero los problemas empezaron a surgir desde el momento que el papá de Charlie se dio cuenta que su hijo no era el bebé adorable que todos pensaban.

Al dejar su esposa la casa temprano en las mañanas, este hombre trataba por todos los medios de salir inmediatamente con el bebé, ya sea de compras, ir al parque o lo que fuera.  Pero por nada del mundo quería quedarse a solas con el pequeño Charlie.  A su esposa no le había comentado nada de lo que sucedía, porque sabía que ella ya tenía suficientes problemas en su oficina y lo menos que deseaba era provocarle otros en casa.

Los días transcurrían y no solo Charlie crecía sino también su maldad.  El perro del vecino no soportaba verlo pasar en el coche empujado por su papá.  Este gigantesco san bernardo se ponía a ladrar sin control tornándose violento, a pesar de ser uno de los perros  más mansos del vecindario.  Max era conocido como un perro juguetón que disfrutaba de la compañía de todos los niños de la cuadra.  Pero sin embargo con Charlie era diferente y sólo su padre conocía las razones.

El papá de Charlie confirmó su escalofriante teoría con respecto a su hijo cuando notó que nunca lloraba.  Nunca en todos esos meses, ni recién nacido.  Ni siquiera cuando por un descuido tonto de él abrochándole el cinturón de seguridad del coche, machucó su diminuto dedo índice; que incluso llegó a tornarse morado en la zona afectada.

Momentos después de dejarlo en su cuna para que durmiera la siesta, siempre, escuchaba la voz de un adulto dentro de la habitación hablando y hablando.  La primera vez que esto sucedió, pensó que era la televisión que estaba encendida, pero el evento se repetía constantemente sin haber ninguna explicación lógica.  Ya era innegable.

Al salir a su caminata matutina, el papa de Charlie extrañó los fuertes ladridos de su inusual acompañante.  Un vecino le comentó que el pobre Max había amanecido muerto.  Algo extraño puesto que era un perro joven y sobre todo sano.  Ante la noticia el pequeño Charlie dibujó una peculiar sonrisa en su rostro.  Su papá apresuró el paso.

Durante los dos meses siguientes, el vecindario fue testigo de tres muertes más,  pero el deceso que más sorprendió a todos fue el de la joven que trotaba todas las mañanas más de diez millas.  Aparentemente estaba llena de vida y tenía toda una carrera brillante por delante.

El papá de Charlie comenzó a pensar en esta joven, todas las mañanas se cruzaba con ella mientras paseaba a Charlie en su coche como era costumbre. Y recordó que ella nunca volteó a mirar al bebé, solo lo saludaba a él.  Con detalle empezó a recordar, cuando ella se empezaba a acercar (trotando) Charlie comenzaba a mover sus cortas piernas con rapidez y prácticamente se carcajeaba tratando de llamar su atención coquetamente, pero esta joven atleta nunca lo determinó.

La cajera que siempre atendía a Charlie y a su papá en el supermercado, una tarde en particular lucía muy atribulada, tanto que ni siquiera tuvo una palabra de cariño para el bebé (como siempre solía hacerlo).  Una semana después otra cajera estaba en su lugar.  Su papá preguntó por ella a lo que la nueva cajera -aún en entrenamiento- le respondió:  Olga falleció hace 4 días señor, lo siento!  El papá de Charlie quedó pasmado con la noticia.  Sus piernas casi no le permitían caminar.  Su hijo lo miró sentado en el carro de compras y le hizo esa sonrisa escalofriante  que su padre tanto detestaba.

Ya eran demasiadas coincidencias y el papá de Charlie sabía que no lo eran.  El esa noche estaba muy nervioso, era como si algo le estuviera previniendo que lo peor estaba por suceder.  Charlie finalmente se quedó dormido en su cuna, y su papá estaba empezando a sentirse preocupado porque su esposa no llegaba. El reloj marcaba las 10:36 PM y nada, ni una llamada.  Finalmente sonó el timbre y cuando abrió la puerta ansioso, era su amada esposa.  Tenía en la mano una bolsa de compras y en la otra una botella de vino.  Mi amor, esta noche vamos a celebrar como nunca!!  Hoy tu esposa cerró el mejor trato de su vida, por eso no quería contestarte al celular, porque quería darte la sorpresa.  Esta noche se trata únicamente de nosotros dos.  Y se abrazaron por largo tiempo.  Pasaron una velada excepcional, hasta altas horas de la noche conversaron, se rieron y demás.  Como hace años no lo hacían, tal y como cuando eran novios.

Esa noche al infortunado padre se le olvidaron todos los problemas con su hijo Charlie de apenas 8 meses de edad.  Durmió plácidamente al lado de su esposa.  Al otro día tuvo un despertar increíble, se sentía como nuevo, los rayos del sol que traspasaban las cortinas de su habitación eran como una pequeña gran señal que todo iba a estar bien.  Al despertar a su esposa ella no se movió para nada, al moverla de nuevo su brazo cayó y quedó colgado inertemente de la cama.   El se puso a gritar como un desquiciado tratando de revivirla y gritaba y gritaba ahogándose en su propio dolor, de pronto recordó las palabras de su esposa:  “Esta noche se trata únicamente de nosotros dos…”   Turbado gritó: Charlieee!

En ese momento escuchó una voz a lo lejos:  Mi amor, mi amor, qué te pasa?  Despierta por favor!  Cuando abríó los ojos vio a su hermosa esposa.  El no lo podía creer, estaba viva, ella estaba viva.  Le dio un gran beso cargado de emoción, saltó de la cama y corrió al cuarto de Charlie.  La habitación estaba prácticamente vacía, unas cuantas cajas apiladas se encontraban en la esquina.  Encontrándose parado y confundido en dicha habitación, su esposa lo abrazó tiernamente por detrás y le dijo:  Qué pasa amor, por qué estas actuando tan extraño?  Pero qué sucedió con este cuarto? Le preguntó él.    De qué hablas?  Le contestó ella.  Si esta habitación ha estado así desde que nos mudamos, es más, llevo meses rogándote para que la pintes.  El sorprendido le contestó: Pero entonces no  hemos tenido un… Su esposa interrumpiéndolo le dijo:  Mira, ya me tengo que ir a arreglar porque se me está haciendo tarde.  Hablamos luego.

Este hombre no podía creer que todo lo que había vivido era únicamente una horrible pesadilla.  Todas esas muertes absurdas, nada era real.  Gracias Dios Mío! Gracias de verdad!  Qué alivio que aquel monstruo llamado Charlie no es mi hijo, es más, ni siquiera existe.

Su esposa continuaba duchándose mientras que él estaba recostado en la cama pensando lo afortunado que era al tenerla únicamente a ella (sin intrusos psicópatas como el pequeño Charlie) Repentinamente su esposa saltó encima de él con su bata rosa pálido de seda  y con el  cabello mojado.  El se metió el susto de su vida.  Su esposa burlándose un poco de su cara y con una dicha increíble le dijo:  Mi amor, mi amor, vamos a tener un precioso bebé!  Y movía emocionada de un lado a otro la prueba de embarazo que sostenía en su mano derecha.

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La placa

Estaba arrinconada en ese cuarto húmedo y oscuro.  El dolor en sus huesos ya era inmanejable, al parecer la artritis se había apoderado de su cuerpo, algo extraño                a pesar de su temprana edad.

Varios miedos invadían su mente, pero no tanto como el polvoriento y casi fétido entorno que se adhería a su piel.  Se preguntaba incontables veces porque le había tocado vivir aquella vida tan miserable y vacía, esa vida que definitivamente no era la envidia de nadie, ni siquiera las cucarachas que solían pasearse por sus extremidades mugrientas (que terminaban en aquellas deformes uñas negras por el descuido y la suciedad) tenían algo que envidiarle.

Ya agotada de hablarse a sí misma por el miedo a contestarse, decidió hacer votos de silencio.  Aquella decisión despidió de ella una larga carcajada que inundó aquel oscuro lugar, porque se dio cuenta que tan drástica decisión no le afectaba a nadie.  Ni siquiera   a las ratas que compartían la habitación con ella, ni al moho que la rodeaba    (sus  inseparables “roommates”)

Como no poder salir de ese hueco putrefacto y disfrutar del brillo del sol y del contacto con la gente.  Poder sentir de nuevo la brisa en el rostro y de los ruidos de la calle.  Incluso Helena llegó a pensar que sería mucho mejor ser asaltada brutalmente por un par de malhechores, vivir la adrenalina del momento y caer en el suelo malherida por tratar de defender lo suyo.  Cualquier cosa sería mejor que esto!

Helena trataba de recordar como era su vida antes de llegar a ese torcido  lugar pero su mente no lograba divisar nada en absoluto.  Qué pudo haber hecho ella para merecer  un castigo de esta naturaleza.

Los sonidos que producían su estómago parecían describir que los intestinos se comían unos a otros por la falta de ingestión de alimentos.  La deshidratación en su organismo estaba latente.

Las repugnantes ratas peludas con esa larga cola terminada en punta, adornadas coquetamente a su manera (con ciertas partículas y suciedades del entorno) empezaron a lucir apetitosas ante los ojos de la pobre Helena.  Era un suculento platillo que ella no podía dejar escapar.  Al atrapar hábilmente a uno de estos roedores (insólito, porque ella estaba realmente débil) y al acercar al animal a su boca, sintió el  roce de los finos  bigotes de su víctima; Helena en cuestión de segundos recobró su dignidad  y lanzó al animal lejos de su vista.  Un par de chillidos de supervivencia se escucharon a lo lejos.

Si he de morir en este lugar, así será, pero no voy a caer más bajo de lo que ya estoy, se hablaba Helena así misma tratando de mitigar su execrable condición.  Ya ni lágrimas tenía (ella se lo atribuía a su acentuada deshidratación) pero si producía sonidos indecibles de un profundo lamento.  Lo único que le quedaba a Helena era un poco de dignidad, pero eso no era suficiente para sobrevivir.

El tiempo continuaba transcurriendo, pero cada vez más lentamente.  Los retorcijones en su estómago se estaban volviendo insoportables y la falta del líquido vital la estaban matando.  Cuanto desearía tener un revólver en las manos para terminar de una vez por todas con esto -aseveró Helena con su quebradiza voz ya agonizante-  Cuando ella dijo eso, instantáneamente pasó lo que nunca se hubiera podido imaginar, algo que ni siquiera sus propios ojos lo podían creer.  Pasó lo indecible.  Una potente luz brillante iluminó toda la habitación dejándola ciega por completo, con dificultad alcanzó a divisar dos uniformados que ingresaron al lugar.  Estoy salvada, pensó.  Helena trataba de gritar auxilio, pero su debilidad no se lo permitía, la angustia de Helena no podía ser mayor, parecía que su débil corazón no lo iba a aguantar.  Una vez más trató de gritar pidiendo ayuda, pero fue imposible, era como si su boca no pudiera articular palabras.  Sin embargo uno de los uniformados llegó hasta donde ella se encontraba, Helena casi no podía respirar (por la debilidad mezclada con su ansiedad).  Cuando el oficial se acercó a ella y la vio tirada en el suelo, su cara despidió la tristeza más grande que un ser humano podía expresar.  El se agachó aún consternado, acercó su mano hacia ella y tomando suavemente  la cadena que colgaba de su cuello, replicó:  La placa dice Helena.  Esta es la perrita que Don Diógenes (su anciano y solitario dueño) ha estado buscando desesperadamente durante meses.

Ahora podrás descansar Helena, así como ya lo está haciendo tu amo.  Y cerró sus ojos con pesar.

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Cena para dos

Cerca del mediodía llegó a casa con todas las compras que había hecho para prepararle una cena especial a su esposo.  Lucía siempre prefirió ingredientes frescos.  Acompañada por un vino rojo seco, se dispuso a preparar todo.  A ella no le gustaba mucho cocinar pero su inclinación nula hacia la cocina la olvidaba por completo cuando veía por el amplio ventanal de su cocina el hermoso bosque que recreaba su “molesta” actividad.    Su casa prácticamente se encontraba en medio de la nada.  Los vecinos eran los pájaros que la levantaban muy temprano en la mañana y alrededor de las cinco le anunciaban   que la tarde estaba por morir.

Su soledad en ciertas ocasiones se veía disipada por una copa de vino, como en esta ocasión.  A pesar de sus limitaciones (especialmente en su pobre sazón) quería prepararle la mejor cena a su esposo.  Realmente quería sorprenderlo cuando el regresara de su pesada pero productiva jornada de trabajo.

El ambiente de la casa en determinados momentos se tornaba bastante frío, aunque afuera estuviese cálido e incluso soleado.  Las paredes parecían venirse encima de ella, pero Lucía trataba de convencerse así misma que era a causa de su cansancio por la rutina o simplemente por dormir poco en las noches (no precisamente por “estar” con su esposo).

Lucía sabía que la soledad de su vida en esa enorme casa a desniveles y hermosamente decorada; se podía disipar con un hijo.  A pesar de que su esposo prácticamente le rogaba para que lo tuvieran, era un tema fuera de discusión , ya que la contestación siempre sería un NO rotundo por parte de ella.

Cuando se encontraba picando algunas verduras que tenía sobre la tabla de bambú, torpemente se cortó el dedo índice izquierdo, dándole un poco de color al cuadro.  Lucía rápidamente enjuagó su dedo con abundante agua en el fregadero y presionándolo por unos minutos con una toalla detuvo un poco el sangrado.  Lucía era una de esas personas que no podía ver “sangre”  Aún nerviosa por el episodio, procedió a botar las verduras ya picadas, que cogieron un matiz no deseado causado por el invitado inesperado.

De nuevo empezó a picar los ingredientes, esta vez con más cautela y con un dedo adolorido.  El sol afuera cogió una fuerza increíble, dándole más brillo al paisaje y prácticamente salida de la nada, apareció una pequeña mariposa bicolor que se posó frente a su ventana.  Si me lo preguntan, fue un momento glorioso.  Tomando un sorbo de vino y con una leve sonrisa en sus labios (ya estaba más tranquila, a pesar de su cortada) Lucía sintió que algo súbitamente tocó su falda a la altura de los muslos.  Ella sorprendida volvió la mirada atrás esperando descubrir al causante, pero no había nadie.

Lucía otra vez empezó a sentir ese frío congelante dentro de su casa, especialmente ahí en la cocina donde ella se encontraba parada y no era la primera vez que esto sucedía.  Nuevamente tomó la toalla que se encontraba ya manchada con sangre y apretó de nuevo su dedo, pero esta vez con mucha más fuerza a causa de su nerviosismo.

Una vez que terminó de prepararle la cena a su esposo, Lucía por el cansancio y por los diferentes hechos suscitados, decidió recostarse en el sofá de la sala con su exquisito aliado: La copa de vino, que hace sólo unos instantes había acabado de llenar casi hasta  su tope.  Al dirigirse a la sala, unas cuantas gotas cayeron en la alfombra que había sido lavada a fondo hace una semana atrás por la compañía de limpieza; del que su cuñado era dueño.

Al ver las pequeñas gotas de vino sobre la reluciente alfombra color perla, a Lucía no le molestó en lo absoluto el contraste y decidió limpiarlas después de su siesta.

Bajo un sueño profundo y aún con un poco de alcohol en su sistema Lucía se despertó al escuchar las tiernas carcajadas de un niño.  Cuando abrió sus grandes ojos verdes, quedó en shock al recordar que “como siempre” se encontraba sola en su casa.  Aquel frío al que tanto le temía, se apoderó de ella desde la planta de los pies hasta la punta de su cabeza, mientras la cálida decoración de su hogar bruscamente se tornó rígida y oscura.  Aún aquella fotografía de su esposo con ella (donde lucían tan alegres en Hawai en sus últimas vacaciones) lucía tétrica.

Las dudas de Lucía inundaban su cabeza, pero ella no quería averiguar de qué o de quién se trataba.  Por miedo a las críticas de su esposo y de los demás, ella prefirió no comentar con nadie lo que estaba sucediendo hace semanas; pero ya se encontraba al borde de la desesperación.  Necesitaba hablar con alguien de esta experiencia aterradora, que se estaba convirtiendo en rutina.

Al escuchar el canto de los pájaros afuera, Lucía sabía que estaba pronto a oscurecer y que su esposo probablemente ya estaba en camino.  Sin embargo, al salir del baño después de tomar una reconfortante ducha, sonó el teléfono.  Era su esposo para avisarle que no lo esperara despierta, puesto que  iba a tardarse en llegar, los clásicos imprevistos de oficina.

Lucía bastante contrariada, decidió cenar sola, pero para no sentirse “tan sola” puso otro puesto en la mesa, como si su esposo fuera a acompañarla.  Ella se reía de la tontería que se le había ocurrido, pero total, nadie la estaba viendo o por lo menos eso era lo que creía.

A la luz de las velas y con un platillo delicioso ante sus ojos (aparentemente lo estaba, pues era una pésima cocinera) Lucía se dispuso a cenar con el puesto vacío frente a ella, que en cierta forma le disipó un poco su soledad; pudiendo disfrutar de su cena tan especial.

Que delicia!  Aseveró Lucía al quedar completamente satisfecha por los platillos de su autoría.  Se paró de la mesa llevando los platos vacíos hacia el mesón de la cocina y cuando regresó al comedor para terminar con su tarea, se dio cuenta que el puesto “vacante” también tenía vajilla sucia por recoger. Incluso, reposaban ciertos restos de comida alrededor.

Bajo un severo “shock” Lucía sintió que le halaron la falda hacia abajo y una vocecita tierna de niño le susurró:  Que rica comida!  Ahora si quieres ser mi mamita??

Lucía nunca olvidará esos grandes ojos negros,  que la miraron aquella noche suplicando un poco de calor de madre.  Por el impacto de esa mirada, ella pasó por alto completamente el color de muerte del niño y el impregnante hedor que despedía su aliento.

Un año después, los oscuros y fríos episodios fueron reemplazados por mamilas y pañales.

Y tú? Esta noche vas a preparar también una cena para dos?

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El vestido rojo

No había forma de dejar de mirarla, especialmente cuando caminaba.  Esas piernas tan bien torneadas se desprendían simétricamente de sus voluptuosas posaderas.  Los ojos eran como inmensos vitrales, que si te atrevías a mirarlos directamente podrías ver sus pensamientos, hasta los más íntimos.

Sólo pensar en un pequeño rose de sus labios te llevaría al borde del colapso, sin pasaje de retorno.  Al parecer, el movimiento de sus caderas paralizaba la ciudad entera.  El encanto estaba en su contoneo? O en el suave aroma de seducción que brotaba sin cobardía por cada poro de su cuerpo.

Su color favorito era el rojo.  Oh Dios mío! Tenías que ver como le quedaba.  Es esa clase de rojo intenso, que desenfrenadamente te induce al pecado, sin poder eludirlo.  Su sonrisa espontánea desplegaba la inocencia pura de cualquier colegiala inexperta, pero su cuerpo entero lo desmentía.

Los crespos de su cabello eran una sutil sugerencia a perderse en el deseo incontenible de poseerla una y otra vez.  Las montañas de su pecho eran como volcanes en erupción,  donde calcinarse valía la pena con tal de obtener unos cuantos segundos la gloria de su toque.

Quién no desearía a esta mujer, que con una simple mirada, tenía a sus pies a todos los hombres que quisiera, incluso a unas cuantas mujeres también.

Y hablando de mujeres, nuestra protagonista era el objeto de odio más grande del lugar.  Estas pobres, no habían podido despertar en sus maridos ni siquiera un 15% de su pasión.  Mientras que todas las miradas seguían al 100% a la deseable “Mireya”.

En la esquina de la parada del autobus, se encontraba este gordito maloliente y sin dientes quien era el admirador número uno de Mireya.  Cuando la veía cruzar, su resentido corazón por el colesterol;  corría a mil por hora (con limitaciones, pero corría).  Este singular personaje apresuradamente trataba de poner en su puesto los cuatro pelos que débilmente estaban adheridos a su cabeza y con diligencia se quitaba la grasa sobrante que descaradamente solía reposar alrededor de su boca después del desayuno.

Los pocos botones que aún le quedaban en su camisa “blanca” ya casi amarilla por lo mal lavada, los trataba de hacer coordinar con los ojales similares a la extensa sonrisa de los payasos.  Lo que más sobresalía de este carente atuendo, era su ombligo brotado y peludo, cuya forma se había extraviado por una cicatriz de la niñez.  Pero a pesar de su no tan favorable realidad física, Ramón no perdía la esperanza de conocer por lo menos la voz de su amada Mireya.

Nadie se atrevía ni tan siquiera acercársele a esta dotada mujer.   Su belleza asustaba a cualquiera, pero no dejaban de desearla; hasta los fieles clientes ancianos de la barbería de la esquina.

Todos hablaban de ella, se preguntaban dónde trabajaba, con quién almorzaba, con quién hablaba.  Mireya era como una leyenda viviente, era como una de esas estrellas de cine que parecen estar a la mano pero son inalcanzables.

Ramón en su búsqueda desesperada por tener por lo menos una corta conversación con su amada Mireya, planeaba hasta el cansancio diferentes situaciones que podrían terminar en un encuentro casual con ella, por corto que fuera.  Si tan sólo pudiera escuchar la voz de mi tigrilla Mireya -como solía llamarla cariñosamente-  sería el hombre más feliz del mundo.  Sólo con oírla me conformo.

Repetidas veces ensayaba como subir su cabeza disimuladamente para poder conversar con su amor platónico (Ramón era corto de estatura, le daba a Mireya en el pecho, con sus zapatos de plataforma puestos) pero pasaban los días y no se decidía hacerlo.

En su parada de bus para dirigirse al trabajo y con el delantal a medio planchar (no era médico, era carnicero) observó a su tigrilla Mireya cruzar la esquina, su corazón casi estalla por el éxtasis del momento.  Como era costumbre, toda la cuadra se paralizó sólo con observar a esta tremenda hembra. Nadie se puede explicar como la formó la naturaleza, pero sin duda la hizo con mucha sabiduría.  Los hombres sudaban frío del  solo pensar que ella pudiese acercarse a uno de ellos, pero pronto se la llevaba el ladrón de sueños:  Un taxista infeliz!

Ya casi al borde de la desesperación, Ramón decidió esperar a su tigrilla Mireya al otro lado de la calle donde diariamente solía ser secuestrada por estos desalmados choferes de la ciudad.  No había escapatoria para esta situación.  Ramón sabía que Mireya cruzaba la esquina a las 8:15 de la mañana y en cuestión de minutos paraba un taxi.

El plan descabellado de este pobre pelón, era cruzar rápidamente la calle, y justo en el borde del andén donde se encontraba su adorada tigrilla, el iba a simular que su pierna fallaba, cayendo de esta manera al suelo.  Lo que iba a llamar la atención de Mireya para que lo ayudara.  “Nadie puede resistirse ante la indefensa humanidad herida de un gordito tan encantador como yo”  Pensaba Ramón mientras ultimaba los detalles de su plan.

Aunque a simple vista era el que menos posibilidades tenía de concretar algo con la ansiada Mireya (ninguno de los otros atónitos admiradores iba siquiera a atreverse a dirigirle sílaba alguna a esta escultural mujer) Ramón era el único que tenía el coraje de intentarlo.

Mireya, Mireya.  El delirio de cualquiera.  No era sólo su atrayente figura, sino también su enigmática personalidad que seducía a todos en la comunidad.  Ella no pasaba desapercibida ante los ojos de nadie, mucho menos ante los ojos de Ramón.

Más nervioso que nunca, por primera vez en mucho tiempo Ramón sacó un poco de pasta dental ya seca por la falta de uso y lavo sus dientes, aunque con torpeza por la falta de costumbre.  Al mirarse en su espejo oxidado,  con orgullo observó lo “buen mozo” que lucía (especialmente por los cuatro pelos que sin cobardía adornaban su frente  y su diente de oro que brillaba más que sus ojos cuando pensaba en su tigrilla) y su autoestima se recargó por completo, llenándose de seguridad para llevar a cabo su plan.

Sus plataformas nunca habían temblado tanto y la excesiva sudoración en todo su cuerpo, especialmente en su cabeza,  arruinó por completo la vaselina que mantenía su escasa cabellera en su puesto.  Con su corazón más que agitado, Ramón alcanzó a ver a su tigrilla a la distancia.  Estaba con un vestido rojo de seda que resaltaba deliciosamente su figura perfecta.  Hasta los semáforos parecían intimidarse con el brillo destellante de su atrayente presencia.  Mireya estaba más “rica” que nunca.  Parecía que su bronceado se hubiera acentuado de la noche a la mañana, destacando la suavidad de su piel con un tono dorado exquisito.

El único que se atrevía a tocar a Mireya era el viento y lo hacía a través de su vestido rojo levantándolo descaradamente más allá de sus rodillas.

Al otro lado de la vereda continuaba Ramón observándola sin casi poder respirar,  su presión arterial nunca estuvo tan elevada y su ritmo cardiaco estaba a punto de ganarse el ticket para un infarto; pero el estaba decidido a todo.

Sin pensarlo más, se lanzó a cruzar la calle de acuerdo a lo planeado.  Cruzó con una rapidez única, cual gacela en el campo que corre por su vida.  Sin aviso alguno, una de las plataformas de Ramón (por los 16 años de uso y abuso) se rompió en su totalidad, haciendo que su dueño perdiera el equilibrio cayendose de verdad.  Asustado y al querer incorporarse para pedir ayuda a su amada tigrilla, pasó un carro a gran velocidad y atropelló brutalmente a Ramón.  En segundos el lugar se llenó de curiosos.  La víctima fue arrojada un par de metros adelante.  Ramón casi inconsciente se hallaba tirado sobre el pavimento, de pronto levemente escuchó la voz de un tipo que con gran preocupación le decía:  Se encuentra bien, señor? Tranquilo que ya vienen a ayudarlo!

Ramón moribundo, lentamente abrió los ojos decepcionado de saber que su amada no era quien había preguntado.  Alzando su cabeza como miles de veces lo había planeado, vio a su amada tigrilla por última vez.

Era ella quien le había hablado.

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La cabaña y el lago

Aquella noche en particular me encontraba tremendamente agotado.  El fuerte viento afuera, movía con rudeza los arboles al pie de la ventana de mi dormitorio, pero paradójicamente podría catalogar la noche como cálida.  Mi casa estaba ubicada prácticamente en medio del bosque como siempre la había soñado desde niño, al pie de un lago cuyo límite se perdía a simple vista.  El insignificante oleaje causado por el fuerte viento sobre el agua, casi lo alcanzaba a escuchar a pesar de la distancia.  Mi bote se encontraba resguardado a puerta cerrada dentro de la casita en el lago, que construí para ese fin.

Una suave lluvia acarició todo el panorama, manifestando su presencia visiblemente en las ventanas de mi habitación.  Miles de gotas de agua le susurraron al indomable viento que se mitigara.  Así fue.

Una vez que se calmó la lluvia, quedó una deliciosa sensación de frescura y de calma total.  Yo simplemente era un ajeno espectador desde mi ventana.  El brillo de la luna parecía haber recobrado su fulgor con más intensidad que nunca.  Todo pintaba un increíble “fotograma” de Disney, en cualquier momento podría aparecer Bambi.

Vencido por el cansancio de la rutina diaria, decidí abandonar la ventana de mi dormitorio y dirigirme en la oscuridad hacia mi cama.  Pasando por alto el sonido peculiar de voces nocturnas de algunos animales (búhos, ranas y hasta grillos) me          recosté tranquilamente en mi lecho.

La temperatura de la habitación estaba estupenda.  Mi cuerpo no podía luchar más contra el agotamiento así que decidí echarme en los brazos de Morfeo.  Caí sin replicar en el abismal hueco de un sueño profundo.  El frío de las sábanas de seda, la calidez perfecta que me regalaba el edredón blanco de ganso y las almohadas de plumas que derrochaban comodidad, eran mis cómplices activos en la escena.  Debo confesar que nunca había sentido tan exquisito mi entorno para dormir.  Y me fuí,  sin siquiera despedirme.

Encontrándome ya en un sueño insondable,  muy a lo lejos sentía un suave sonido intermitente que poco a poco empezó a hacerse  más y más fuerte, hasta que súbitamente me despertó.  Me sacó de mi plácido sueño sin siquiera pedir permiso.  Tratando de conciliar el sueño,  el agudo ruido insistía en sabotear mi descanso.  Se repetía una y otra vez como por reloj.  Sin duda, estaba empeñado en apoderarse de la tranquilidad del lugar y sobre todo de mi sueño.  Sus inclementes repeticiones eran como inocentes martillazos en mi cerebro.

Ya completamente desvelado y molesto decidí darle fin de una vez por todas a esa condenada gotera que con descaro pretendía manipularme.  Pero me detuve a pensar:       Si yo mismo revisé todo antes de disponerme a dormir -como siempre lo hago-     Chequeé las llaves de los lavabos, la tina, el inodoro y hasta el jacuzzi, que desde hace meses no lo usaba; así que era imposible que sufriera de alguna gotera.

A pesar del cansancio y del desvelo, finalmente mi mente se esclareció y comprendí lo que sucedía.  Así que lo único que hice fue darle un fuerte codazo a mi esposa y ella cayéndose de la cama terminó de desangrarse en el piso.

Yo?  Dormí plácidamente hasta el otro día, sin que nada me molestara.

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El jamón

Las manos las tenía laceradas.  Al caerle detergente vivía el mismo infierno en carne viva, pero el correr del agua fría era como un bálsamo para su piel.  Sin contar que los pies parecían quebrarse con el frío congelante que sufría la ciudad y más aún en las afueras, en los suburbios donde ella vivía.  Pero nada de esto la detenía en su tarea de lavar ropa en las madrugadas, para coger unos cuantos pesos extras para alimentar a su hijo.  El niño salía temprano a la escuela y al regresar se las tenía que arreglar solo, porque mamá regresaba a casa hasta entrada la noche.

Su madre, hacía caso omiso al cansancio de los dos trabajos en los que se desempeñaba    a diario y trataba de cocinar lo poco que tenía.  Muchas veces sólo alcanzaba para el pequeño e insistía diciéndole al niño que no comía por falta de hambre.  El dinero no era suficiente, teniendo en cuenta que ella todavía estaba pagando el entierro de su otro hijo que había fallecido no hace más de tres meses.

El lugar era oscuro y lleno de humedad.  Las cucarachas que rondaban el lugar buscaban desesperadas que masticar, pero ni los mismos dueños de ese muladar  tenían siempre ese privilegio.  Estas indeseables visitantes se contentaban con morder los rancios  cartones, donde con humedad reposaba aquel colchón lleno de descoloridos parches y algunos resortes que afloraban sin timidez, adornando el lugar.  Las ratas habían decidido marcharse puesto que se sentían más a gusto viviendo en el botadero municipal, que quedaba solo a un par de millas de allí.

Para Washington todos estos detalles pasaban a un segundo plano, cuando veía a mamá cruzar la puerta de su ranchito (como ellos lo llamaban) regalándole siempre una gran sonrisa donde ella sin temor mostraba los pocos dientes que le quedaban.

Aquella noche cenando a la luz de las velas (no representaba ninguna ocasión especial,    el cable de donde obtenían luz clandestinamente; lo había usado un vecino años atrás para suicidarse y desde entonces dejó de funcionar) el pequeño Washington observó las numerosas laceraciones que tenían las manos de su joven madre y lo ojerosa que se encontraba.   Igual, no importaba lo marchito de su cabello ni sus pómulos exageradamente pronunciados por la malnutrición, para Washington su mamá era la   más linda de todas.

Con una grata conversación de todo lo sucedido en la escuela del pequeño  (Washington era un excelente estudiante) y compartiendo sonrisas, olvidaron por instantes todos los problemas que los rodeaban.  Su casa se llenó de una calidez única.

El niño aquella noche le hizo una confesión a su mamá:  Sabes algo mamita??  Hay algo con lo que  siempre he soñado, sé que ahora es imposible, pero realmente lo quiero.  La mamá con un gran sentimiento de culpa y llena de ansiedad porque estaba consciente de no poder darle nada, igual le preguntó: Qué es lo que tanto quieres mi amor??  El niño sin titubear le contestó:  Un pedacito de jamón mamita linda, sólo un pedacito de jamón!  A la madre se le llenaron los ojos de lágrimas.  no podía creer que su pequeño Washington se contentara con algo tan insignificante como un simple pedazo de jamón.  Claro que en su situación era prácticamente imposible.  Esa misma noche la sacrificada madre se puso como meta hacer realidad el sueño de su hijo.  Los dos meses siguientes esta mujer trabajó más allá de sus fuerzas, sin permitir que el dolor de su cansancio apartara los ojos de su meta.  Las semanas transcurrieron y Washington y su mamá disfrutaban juntos amenas veladas conversando de todo un poco.  Realmente esta joven madre y su hijo eran más afortunados que muchos que lo tienen todo.

El momento llegó, su madre llegó a casa con una sonrisa incomparable.  Sus ojos brillaban como nunca; era como si se hubiera rejuvenecido de un momento a otro.  Washington nunca había visto a su mamita tan deslumbrante, tan llena de vida.

Sin esperar un segundo más, la mamá de Washington con un júbilo incontrolable le dijo:  Mi amor, aquí tienes tu sueño hecho realidad!!  Y puso con su mano temblorosa una bolsa de papel -un poco ya mojada- encima de la vieja tabla de madera ya carcomida por el tiempo.  Qué es esto mamita, qué es?? Preguntó Washington con esa risita nerviosa que siempre hacía cuando se llenaba de curiosidad.  Los pequeños hoyuelos en sus mejillas se pronunciaban más cuando hacía esa carita tan característica de él.

Jamón mamita, es jamón!!  Esto es un milagro, gracias Dios mío, gracias!!  Yo sabía que escuchabas mis oraciones!  Gritaba el niño de alegría con lágrimas en sus pequeños ojos achinados.  Corriendo a los brazos de su madre, el pequeño Washington lloró en la famélica humanidad de su mamá;  dándole gracias repetidas veces.

Después de la euforia, Washington y su mamá se sentaron a la mesa con este invitado tan especial: El jamón.  El pequeño tenía una cara de un millón de dólares y por supuesto su orgullosa madre no podía perderse el espectáculo.  Cuando finalmente Washington lleva a su boca ese delicioso pedazo de jamón, que durante tantos años había deseado, la cara de felicidad del niño cambió drásticamente.  Washington con angustia se cogió desesperadamente la garganta tratando de respirar, sin éxito alguno.  Su joven madre no hallaba que hacer, gritaba sin control.  Ella trató de ayudarlo pero en su ignorancia no pudo hacerlo. Bruscamente la coloración del niño se tornó morada y finalmente dejó de luchar con lo inevitable.

Washington yacía sin vida sobre el piso polvoriento.  La madre observó su pequeño cuerpo que reposaba completamente inerte y se apresuró a cerrar sus ojitos que reflejaban la horrible pesadumbre de la muerte. Aún en shock, alcanzó a sentarse al pie de la mesa y fijamente se quedó mirando lo que quedaba de aquel criminal:  El jamón.

No he trabajado en vano.  Quedó más jamón para mí y ahora también tengo carne.  Incluso más que la vez pasada.

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Extraño a mi abuela

Esa mañana en la iglesia fue especial.  La presencia de Dios en medio de los cánticos fue real.  Después de una predica que definitivamente tocó su corazón Laura sintió que su carga fue menos pesada.  Los numerosos problemas por los que estaba atravesando, definitivamente los había puesto en las manos del Dios Padre y Protector, como había acabado de aprender con el Pastor de su congregación.

Laura se sentía un poco agotada, puesto que el día anterior, había estado trabajando hasta altas horas de la noche, pasando por alto que el culto en la Iglesia local comenzaba a las siete de la mañana en punto.  Desde muy pequeña, Laura fue enseñada por su abuela a ser puntual, en vida ella siempre le repetía:  Laurita, nunca olvides que llegar tarde es pecado… Y más aún cuando se trata de ir a la casa de Dios abuelita, le contestaba la pequeña niña con entusiasmo, terminando la frase de su sabia abuela.

Como siempre, todos los asistentes a la iglesia tenían que salir por una minúscula puerta, en la cual se encontraban el Pastor y su esposa, quienes despedían personalmente  a toda la congregación.  Aquello ocasionaba un tumulto de gente, pero Laura siempre estaba deseosa de pasar por ese sitio tan especial para ella.

Una vez afuera, platicaba con uno y otro grupo de personas, mientras se acordaba de su abuela:  Cuanto desearía que ella estuviera aquí conmigo.  Cuanto te extraño abuela, pensaba Laura en su interior.  Sus recuerdos fueron interrumpidos por una de las hermanas de la congregación, que con gran preocupación se acercó a ella para comentarle su problema.  A pesar de ser tan joven, Laura siempre fue conocida por todos por una gran mujer de oración, una tremenda intercesora.  La hermana comenzó a contarle por la  terrible calamidad que estaba pasando su esposo y por lo que sin duda Laura iba a orar.  Despidiéndose de la señora, Laura observó con detenimiento como los colores de esa mañana expresaban un color vivo, un color especial; y como los jóvenes arboles en crecimiento, parecían batir sus frágiles ramas alabando a Dios.  Sintió un gozo increíble en su corazón, ese gozo del que tanto le hablaba su abuela.

Con su Biblia en la mano y a punto de despedirse del grupo, sintió una mano que tocó inesperadamente los rizos rubios que descansaban en su nuca.  Laura sonriendo se volteó rápidamente para descubrir al bromista, pero no había nadie ahí parado.

Aquel turbio hecho, oscureció el panorama y como usualmente acontecía en la ciudad,    el cielo se nubló de un momento a otro, cayendo una fuerte lluvia que se apropió vertiginosamente del lugar.

En la oscuridad de la noche, Laura no podía dejar de pensar que pudo haber ocurrido esa mañana, que fue lo que realmente la tocó.  Confundida aún con lo sucedido, empezó a pensar en lo mucho que extrañaba a su abuela.  Ella había partido hace más de 10 años, pero para Laura era como si fuese ayer.

Semanas después, se encontraba concentrada estudiando; cuando volvió a sentir la mano que pasaba por su nuca moviéndole el cabello, detrás de ella sólo estaba la ventana de la biblioteca y se encontraba cerrada.  La confirmación de su nefasta sospecha fue un mes después, cuando Laura estaba cepillando sus abundantes rizos en el velador de su dormitorio.  Esta vez el espejo fue su fiel testigo, confirmándole que se encontraba completamente sola.

Luego de tomar la tercera medicación y recostada en la camilla, con las molestas correas de cuero sujetándole pies y manos -estaban más apretadas que nunca- vino a su mente como esa patética anciana agonizaba lentamente tras haber ingerido veneno letal.            El mismo que sin siquiera sospechar fue suministrado por su propia nieta.   Sentada de espalda al lado del lecho de muerte, la causante miraba al infinito sin siquiera pestañear:  Por qué nunca la pude querer?  Cuanto la detestaba, especialmente por su visión religiosa tan radical y por su miserable vida llena de reglas.

A pesar de los ruegos de su abuela, Laura nunca asistió a la iglesia, siempre fue una niña huraña y resentida.  Incluso por la muerte de sus padres culpaba a todos a su alrededor, especialmente a su abuela.

Laura siempre recordará a su abuela por la manera como tocaba su cabello a la altura de la nuca.  Esta última vez no lo hizo con ternura por falta de cariño, sino porque estaba agonizando y trataba de suplicarle a su amada nieta de tan solo nueve años, que le perdonara la vida.  Fríamente dándole la espalda, Laura hizo caso omiso.

Esta vez  la dosis no fue suficiente, porque la vieja alcanzó a rogarme por su lastimera vida.  Nadie como mamá y papá.

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